En este tiempo gris de pandemia y de confinamiento, casi me avergüenza decir que me siento feliz. En medio del sufrimiento descubro un gran torrente de gracia y la misericordia de Dios.
He recuperando la conciencia de que “la vida no la tiene arrendada nadie” y que no sabemos ni el día ni la hora en que el Señor nos va a llamar a Su presencia. La pandemia me recuerda de modo eficaz que ese día llegará.
Por si es más pronto que tarde (y como gracias al confinamiento tengo tiempo), he hecho un examen de conciencia profundo repasando mi vida ¿qué estoy haciendo con ella? Se me viene a la cabeza aquello de ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma? (cf. Mt 16, 26) y ahora que no se puede, siento unas ganas enormes de confesarme y reorientar mi vida. Si Dios me la conserva, cuando pase esta pandemia, será lo primero que haga.
Además, gracias a la epidemia, tengo tiempo de convivir con mi familia. La dispersión de "las miles de cosas por hacer" se ha reducido al mínimo. La presión de los múltiples compromisos sociales se ha evaporado. Solo quedamos nosotros. Y me doy cuenta de que la familia es un bien precioso.
Respetando los “teletrabajos” y “telestudios”, hemos redescubierto los ratos de estar juntos; hemos rescatado el gusto por las cosas sencillas, la repostería casera, hacer recortables, el bricolaje doméstico, leer un rato, asomarse a la ventana,… Y sobre todo, hemos recuperado la oración en familia.
Cuando suenan la campanas a las 12 del medio día ¡qué emoción rezar el Ángelus los de la casa poniéndonos bajo la protección de María! Por la tarde ¡qué bonito rezar el rosario juntos pidiendo por nosotros y por el mundo! Sin obligar, los que quieran. Pero siempre hay alguno que se apunta a la invitación. La pandemia nos ha recuperado eso.
Sabemos que muchos otros hacen igual. La coyuntura lo propicia. Y nos sentimos como nunca en unión con nuestros familiares, vecinos y con la Iglesia universal, pendientes de lo que dice o hace el Papa. En particular, sentimos muy cercano a nuestro Arzobispo, nuestro Pastor. Conocemos sus decretos para la diócesis, valientes y acertados. Gobierna con pulso firme y nos sentimos seguros. Percibimos que nuestro bien es su prioridad. Esperamos cada día las palabras que nos dedica para ayudarnos a vivir esta cuaresma tan especial. Es, como si viniera a nuestra casa. La pandemia también nos ha regalado esto.
Por su parte, nuestros sacerdotes se han subido "al galope" a la era digital poniendo en marcha toda clase de iniciativas. Parroquias y Hermandades mantienen viva nuestra vida de fe y devoción. Los templos estarán vacíos, pero las pantallas y dispositivos de la casa sintonizan prioritariamente cualquier actividad en ellos. Algo inédito hasta la fecha por el fervor e interés con el que estamos viviéndolo.
Y es que, gracias a la pandemia, lo que antes era prioritario ha dejado de serlo. Nos molesta lo superfluo. Es, como si a la vida se le hubiera caído la máscara. La dimensión de la catástrofe y la imposibilidad de evitar al 100% el contagio me ha hecho comprender que lo más seguro es agarrarme al Señor y confiarme a Él. ¿Quién como Dios si ni un pelo de mi cabeza se cae sin su consentimiento? (cf. Mt 10, 29-30)
Si he de morir, lo haré dando gracias por haberme frenado la vida y darme la ocasión de comprender a tiempo que la felicidad está en las cosas sencillas y en vivir confiada en el Señor.
¡Jesús confío en ti!
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