Tengo yo una perrita preciosa, ya mayor, que se llama Kira. Es un encanto y, para mi vergüenza, me tiene chocha. Siempre juguetona, un día dejo de correr; se empezó a apagar y, desde hace unos días, se los pasa tumbada. La edad no perdona. De pronto los años y la enfermedad se le han venido encima.
Verla así, sabiendo que ya no es viable y que aunque se queja poco está sufriendo, me parte el corazón. Y barajo la hipótesis de ponerle la inyección para dormirla definitivamente. A toda la familia nos parece que es lo mejor para ella; evitarle sufrimiento y que muera tranquilamente.
Sin tapujos, uno de mis hijos preguntó, ¿por qué no se hace igual con las personas? Ante el sufrimiento, la enfermedad, la vejez y las campañas mediáticas, la pregunta tampoco me sorprendió. ¿Por qué somos tan considerados con los animales y no con las personas?
¡Qué hábil el poder de este mundo y el Diablo, maestro de la confusión y la mentira! Había que despejar la duda.
La vida de las personas y de los animales no es identificable. Los animalitos tienen el hálito de vida divino, claro está. Son seres vivos que sufren y padecen. Pero no son vida humana. Ellos no son imagen y semejanza de Dios. Como todo en la creación, están bajo la potestad de los hombres para que le sirvan y ayuden en su vida y misión de administración de la tierra. Por eso, a los animales de compañía, una vez que han servido fielmente a sus dueños, no se les debe abandonar o desechar como objeto viejo que se tira a la basura, sino sacrificarlos adecuadamente.
La vida de las personas, aunque no sea un valor absoluto, sí es imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26), por lo que tiene valor por sí misma. La de los animales, no. La misión de los animales, cuya existencia es transitoria, es la de servir a los hombres. La de los hombres por el contrario, es dar gloria a Dios, por el servicio a la humanidad y sobre la creación para llegar a gozar de Dios y de la comunidad en la vida eterna tras el periodo de la vida terrena; vivir eternamente como hijos queridos del Padre en el seno de la Trinidad. Y eso se dirime en esta vida. Cada persona, aunque esté enferma, sufriente, anciana, o por muy deteriorada que esté, si Dios la mantiene con vida en este mundo, está cumpliendo una misión, ya sea para su salvación o para la de los demás. Y, no nos toca a nosotros ni comprenderlo ni entenderlo, sólo vivirlo como venga. Por eso, nadie – ni uno mismo – tiene potestad de decidir si vive o no, o de quitar la vida a nadie, aunque la pinten como muerte digna, despedida feliz en entorno agradable, como decisión libre, o como una obra de compasión. Porque de esa vida puede depender la salvación o santidad de otros.
Sin embargo, eso es distinto a dejar sufriendo a nuestros enfermos o mayores. Esas situaciones hay que hacérselas lo más llevaderas que podamos (cuidados paliativos), pero no asesinarlos (eutanasia, muerte programada) con la excusa de que no sufran. Son dos cosas distintas.
En cuanto a mi perrita ¡qué impresión y responsabilidad decidir sobre su vida o su muerte! La sacrifiqué. Cuando mi Kira se “terminó de dormir” y pude dejar de llorar, la auxiliar de veterinaria me dio la factura. Ponía:
Eutanasia y cremación …€ .
Me sorprendió. O queremos tratar a las personas como animales, o a los animales como personas.
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