NUESTROS APLAUSOS SON NUESTRAS ORACIONES





En este tiempo de dificultad y de prueba en el que nos hallamos inmersos, todos los días hacia las ocho de la tarde se escuchan aplausos, canciones, vítores de alegría y de ánimo. 

¿Hacia quién van dirigidos? Hacia todos los que sufren a causa de la pandemia. Hacia todos los enfermos y fallecidos por esta enfermedad. Hacia sus familiares. Hacia los médicos, enfermeros, cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Hacia todos los que dan su vida para luchar contra la pandemia. 

Y yo me pregunto: ¿Saben nuestros vecinos que tan necesaria es la acción humana como la acción divina? ¿Saben que Cristo y su Madre también luchan con nosotros? ¿Saben que ellos también están acompañando a los enfermos y a sus familias? ¿Saben que ellos comprenden y comparten su sufrimiento? ¿Saben que, sin la ayuda de Dios, esta pandemia no acabará nunca? 

¿Quién aplaude a todos los que dedican su vida a orar por nosotros y por el mundo entero? ¿Quién aplaude a nuestros sacerdotes, religiosos, monjas y demás almas consagradas? ¿Quién aplaude a los laicos y a todo aquel que, desde su casa, también reza incesantemente por los enfermos, por la humanidad y para que se extinga esta enfermedad? 

Al igual que todo el personal sanitario y las fuerzas de seguridad, toda esa gente invisible que aguarda y reza tampoco busca reconocimiento. Su granito de arena lo aportan desde el silencio de una oración, desde una misa celebrada en soledad, desde la intimidad de una habitación con la puerta cerrada, desde el sacrificio de un ayuno, desde el calor de un hogar. 

Esas personas han abierto su corazón a Cristo. Han comprendido que lo que Él nos está pidiendo en este momento es la paz de una oración y el esfuerzo de un ayuno como remedios para luchar contra la pandemia. 

Cristo llama a la puerta de cada una de nuestras casas esperando entrar, esperando acercarse a nosotros y que nosotros nos acerquemos a Él. Frente al caos provocado por la pandemia y al ruido de los aplausos de cada tarde, Él nos propone un tiempo de escucha, de silencio y de oración. Un tiempo de meditación. Un tiempo de reflexión y de unión de nuestra cruz con la Suya. Un tiempo para abrirnos más a Él. Un tiempo para santificarnos a nosotros mismos y al mundo. Un tiempo para abrazarnos a Él y dejar que sea Él quién nos salve. 

Esas personas que rezan, con su generoso silencio y dedicación a la oración también buscan ayudar a los enfermos, infundir aliento a unos agotados médicos, iluminar las mentes de nuestros desbordados políticos y aportar paciencia y tranquilidad a todo aquel que se encuentra agobiado por estar encerrado en su casa. 

Junto a los enfermos, a los médicos, al fin de la pandemia y a la larga lista de intenciones por las que hoy se nos ha encomendado orar, incluyamos en nuestros ruegos a todas esas personas anónimas a las que no se les escucha. A todas esas personas que mantienen el mundo en equilibrio y que ruegan unas por otras. A todos aquellos que piden para que, en este tiempo de aislamiento y soledad, el mundo aguarde en silencio y escuche la voz de Dios. A todos aquellos que piden incansables para que más almas descubran a Nuestro Señor y se unan a Él. 

Oremos por estas personas orantes, que también necesitan unas palabras de aliento para no desalentarse en la misión que desempeñan. Hagamos una acción de gracias todos los días para agradecerle a Dios por su perseverancia y por el bien espiritual que nos brinda su oración. Recemos los unos por los otros. Roguemos a Dios para que los otros puedan santificarse y, con ellos, también nosotros.




IZS

Comentarios